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El texto que transcribimos en esta edición, forma parte de un volumen de cuentos de Alejandro Fontenla, que será publicado próximamente.

 

Qué linda está la Norita. Me gusta mirarla cuando vuelve del colegio al mediodía, y pasa por la vereda de en frente. Justo cuando atraviesa la altura de mi casa me mira con esos ojos verdes grisáceos, opacos y penetrantes. Yo me altero un poco pero no tanto, al fin y al cabo es una chica del barrio, casi como si fuera de la familia.

También me gusta verla cuando pasa en el auto con su padre, el auto es un Rambler cross country blanco con el techo celeste. El papá de la Norita se llama don Ángel, y es peluquero, pero yo no me corto el pelo con él porque su negocio está en otro barrio, en la calle Cadorna, al lado de la zapatería donde sí me compro zapatos, con ese vendedor parecido al actor Anthony Quinn, el de Zorba.

A don Ángel me lo encuentro siempre en el almacén, no en su peluquería, porque como dije yo me corto el pelo en lo de Felipe, que es el hombre más bueno del barrio, y yo creo que del mundo entero, y en su negocio siempre está la radio encendida, sobre todo cuando hay fútbol. El otro día pasé casualmente por la peluquería pero no se escuchaba un partido sino una canción en italiano, que mi mamá me dijo que se llama “Mattinata”. Mi mamá es profesora de música en el colegio y a veces toca en el piano de casa unas piezas muy lindas.

Volviendo al principio, la Norita pasa y pasa, mira y mira, y yo a veces me pongo un poco nervioso y le sonrío, pero más por los nervios. El sábado pasado la vi en la matiné del cine, en el intervalo, pero estaba con sus amigas y creo que no me vio. Igual yo no me hubiera animado a acercarme, yo estoy acostumbrado a estar con mis amigos, siempre paveando, en cambio hablar con las chicas me da vergüenza. Pero no me preocupa, en el fondo creo que me divierto más con mis amigos. Y eso que, de las chicas que conozco, Norita es la que más me gusta. Me contaron, porque yo no fui, que en el baile del Círculo Italiano salió elegida reina. Me dio impresión, y también orgullo, sobre todo por el barrio.

Con frecuencia paso por su casa, a veces me cruzo con don Ángel, que justo sale, aunque lo que más me gusta es hablar con Emilio, que vive en la casa vecina, al lado de ellos, y es colectivero de la 98. Los domingos estaciona el colectivo en la puerta y se dedica a lavarlo, lo cual me parece una empresa grandiosa.

A mí me gustaría salir con la Norita, cómo que no, a veces lo pienso a la noche, un largo rato antes de dormir. Sin embargo al día siguiente me parece que está fuera de mi alcance, porque soy chico, o no sé, distraído, siempre estoy con mis amigos, jugando al billar en el club, o yendo a la cancha, o simplemente parados en la esquina fumando sin hacer nada, perdiendo el tiempo. En cambio el chico que muchas veces está con ella parece más serio, más concentrado, por lo menos así me parece cuando los veo pasar en el auto, con don Angel, los tres en el asiento delantero. Creo además que ese chico estudia. Me contaron unos pibes que lo conocen, que cuando van a buscarlo para jugar al futbol, muchas veces se queda leyendo. Uno le preguntó un día qué era lo que leía y él le respondió Amalia, de José Mármol, es una novela histórica.

Los sábados de sol, que son tan lindos, me gusta ir a la cancha. Salgo de casa después de almorzar y en el camino nos vamos juntando, y entramos varios con un solo carnet. El socio verdadero entra primero y arroja el carnet desde lo alto de la tribuna hacia la calle, y con el mismo procedimiento ingresamos unos cuantos. El momento de entrar a la cancha, con las tribunas ululantes repletas de banderas, los últimos minutos del partido de reserva vistos desde el alambrado, antes de subir a las gradas, es el colmo de la emoción. Sin embargo muchas veces me pasa que, en lo mejor del partido, aunque no sé si corresponde a un momento preciso del juego o solo a mi excitación, en ese momento pienso en la Norita. Y también vuelvo a pensar en ella a la salida, cuando regreso a mi casa caminando y la tarde empieza a ceder, con esos colores brillantes, como adheridos a las cosas, que paulatinamente se van cargando de tristeza. Pienso en ella, y es como si me faltara algo.

Se supone que Nora es mi novia, pero para mí la palabra novia es algo lejano, como si lo dijeran o lo pensaran quienes me miran desde lejos, un concepto social. Para mí es una persona que llegó a mi vida para cambiarla totalmente. Antes de ella crecer había sido simplemente pasar de la primaria al secundario, ir cambiando de curso un año tras otro, jugar un poco mejor al fútbol y de pronto empezar a leer libros que antes me parecían sólo para grandes. Era también manejarme mejor en la calle, empezar a viajar sólo de una ciudad a otra. Eso había sido crecer. Una progresión natural. Junto a ella, en cambio, todo es brusco, abismal. De pronto yo soy otra persona y la vida otra cosa. Y a esa persona nueva que yo soy la voy descubriendo con dificultades, con tropiezos, porque al principio no estuve seguro de nada.

Ver a Nora cada día es lo más importante. Y no es que las rutinas habituales hayan perdido sentido, pero carecen de plenitud, de la intensidad que sólo siento estando con ella. Como sea, ahora soy distinto. Me tocó una gracia, y al mismo tiempo un temor constante a perderlo todo. Si me quedara sin ella sería un puro hueco, menos que un fantasma.

Pasé un mes interminable porque al finalizar las clases Nora se fue un mes de vacaciones con sus padres, a la provincia de La Pampa. Para mí fue triste y aburrido. El club abrió la temporada de pileta y yo pasaba los días allí, al borde de la pileta, como un zombi, nada podía conmoverme, y recién cuando hubieron pasado unos veinte días tomé nota de que en el club había otras chicas. Pero ese chispazo duró poco.

Al cabo Nora volvió y recomenzamos a vernos. Pasé a buscarla por su casa un miércoles, a media tarde, y la emoción de encontrarla me dio como un temblor. Me había acostumbrado a verla con ropa de colegial o a lo sumo con una pollera gris que usaba casi siempre y un pulover al tono, dado que a las noches, cuando volvíamos de caminar, refrescaba. Pero ahora, en pleno verano, apareció en la puerta de su casa con pantalones negros ajustados y un top anaranjado, que le descubría hombros y espalda y le marcaba fuertemente los senos. Me excitó tanto que no me animaba a mirarla.

Con todo, salimos a caminar, como casi todos los días, siempre al caer la tarde, cuando baja el calor. Como lo hace siempre, a los pocos pasos, ella toma mi mano con una suave caricia previa, y yo enloquezco. Desde que nos ponemos en marcha, espero ese momento como si de ello dependiera todo en el mundo. Y por supuesto que depende.

Sucede que en el club, cuando el aburrimiento nos domina, planificamos alguna maldad contra los “viejos”. Arde el conflicto generacional, aunque los viejos, en realidad, tienen la edad de nuestros abuelos. Nuestros padres, por lo general, no pierden tiempo en el club, viven trabajando. Bueno, lo que decidimos fue esperar hasta la última hora, cuando ya no quedaba nadie, y como quien no quiere la cosa, arrastrar la manguera de la canilla del patio hasta la cancha de bochas, y dejar la canilla abierta. Al día siguiente la cancha apareció cubierta por veinte centímetros de agua, convertida en un lodazal inservible.

Nos quitaron el carnet y nos suspendieron por un mes a todos. Sin embargo el enfrentamiento resurge en los bailes que el club organiza el primer sábado de cada mes. Al principio ponen la música que a nosotros nos gusta, casi siempre éxitos de la televisión, sobre todo después que uno de los chicos, de buenas a primeras, apareció bailando en “Música en libertad”. Pero de repente, como un trueno que se descargara, arrancan los tangos, y los viejos que estaban sentados en la mesas casi sin hacerse notar, aparecen en la pista como hormigas y poco menos que nos sacan a empujone s. Respondemos a esa provocación con una estruendosa silbatina, pero los viejos ni se mosquean, aprietan a las viejas y se copan como si estuvieran en el año veinte. Los de nosotros que no tenemos una piba que nos espere a que terminen los tangos, andamos de aquí para allá haciendo bromas estentóreas entre nosotros, para llamar la atención, pero a medida que avanza el baile sabemos que esa alegría es falsa, es pura cáscara, y la noche termina tras una espera larga y desolada, y luego una resaca que dura hasta el mediodía siguiente. 

En mi casa siempre me lo dicen, a ver nene, cuándo sentás cabeza. Sobre todo mi tía, que es la que hace las compras, y muchas veces me ve parado en la puerta sin hacer nada. Pero a mí siempre me gustó estar en la puerta, y ahora más porque a determinadas horas puede pasar la Norita, ya no pasa tanto en el auto del padre sino caminando, con una amiga o con el chico que sale con ella. Sin embargo, días atrás me pasó algo infrecuente. En vez de salir a la puerta, me quedé toda la tarde adentro leyendo algunos libros del colegio, que jamás los abría, salvo en la clase, para disimular. Sobre todo me entretuve con el de ciencias naturales y con el de geografía. Me gustaba leer la descripción de países exóticos, sobre todo los asiáticos, y buscar su ubicación en los mapas. Y también me interesó el capítulo sobre “el mundo de las aves”. Los leía como si fueran cuentos, y si al día siguiente me los tomaran en el colegio no sabría decir una palabra, pero así pasé una tarde entera.

Con Nora mi vida adquirió otro orden, o mejor dicho, otra dimensión, porque ella abarca el universo y le da un sentido diferente a todo, un sentido más profundo, me estimula a pensar, a revisar, a proyectar. Con un compañero de quinto año nos inscribimos en el curso de ingreso de la Facultad de Derecho, que nos permite cursarlo junto con el último año del secundario. Yo pienso en un futuro con Nora, lleno de esperanzas, habitando un chalecito como los más lindos del barrio, con un auto, y escapadas a la costa en los fines de semana apropiados.

En las caminatas - salir a caminar por el barrio es lo que más hacemos-, hablamos de eso, pero creo que nunca llegamos a una situación de proximidad con esos sueños, tal vez porque siempre terminamos en otra cosa, nuestros cuerpos se atraen poderosamente y ese contacto que se prolonga nubla un poco las ideas, o las posterga. A la noche, después de dejar a Nora en su casa, ya no pienso, ataco con ganas la cena que la abuela me dejó preparada en la cocina, generalmente un guiso, y se va otro día. A veces viene uno de mis amigos a compartir esa cena de trasnoche, y en ese caso destapamos una botella de vino.

El cuatro de noviembre cumplimos un año de noviazgo, y lo festejamos con una escapadita a Mar del Plata, que estaba hermosa, soleada, azul y solitaria. No había llegado el grueso de los turistas. Almorzábamos en un restorancito prácticamente enclavado en los acantilados, con ventanales al mar, y después de un rato de sobremesa pasábamos la tarde en el hotel, amándonos una y otra vez. 

Sin embargo en el invierno que siguió algo empezó a modificarse entre nosotros. Al principio no supe qué era ni por qué ocurría. Pero después de algunas discusiones me quedaba un gusto amargo, y esas discusiones no se componían, como antes, con los abrazos y las palabras reparadoras. Ahora el malestar seguía, se prolongaba, y empezamos a pasar días sin vernos. Para mí era rarísimo, y al principio no sabía con qué llenar las horas, sobretodo porque no tenía ganas de nada. Empecé a ir más seguido al club y a juntarme más con los chicos del barrio, de los que había estado alejado, a causa de los estudios y del noviazgo. Así fue como supe que Nora tenía algo que ver con otro chico, pero me lo contaban con medias palabras, como si fuera una suposición. Es impresionante la forma en que cambió mi vida desde que tuve ese dato. Yo ya no sabía quién era, qué sentido tenía lo que hacía, para qué estudiaba, y lo más llamativo era que me sobrecogía una vergüenza que no me abandonaba en ningún momento. Incluso hasta para ir a la facultad me ponía anteojos oscuros, para ocultarme.

No podía creer que las cosas con Nora hubieran tomado ese rumbo, y lo que antes era para mí, ingenuamente, algo limpio y claro, se enturbiara hasta llegar a ser nocivo. Con el correr de los días me obligué a pensar en otras cosas y a aferrarme a pequeñas rutinas, pero ignoraba qué sería de mí, había perdido todo proyecto y todo interés por el futuro, solo vivía al día. Pasaron creo que un par de meses sin ver a Nora, y un día que estaba el en club, un sábado lluvioso y desolado, después de anodinas horas de chinchón, me comentaron quién era el chico con el que Nora se había enredado. Lo había visto muchas veces, porque vivía a dos cuadras de lo de Nora, y cuando pasábamos por allí él siempre estaba en la puerta. Tenía un aire infantil y como despreocupado, y nunca se me ocurrió que Nora lo mirara por un motivo en particular, no pude o no supe darle importancia a su gesto, debí haber tenido en cuenta el interés y la profundidad de esa mirada. O acaso me di cuenta y lo negué. Porque las miradas de Nora a ese chico aumentaban, o mejor dicho eran más directas y prolongadas. Tampoco supe entender, o no pude hacerlo, el significado de ese silencioso y paulatino derrumbe que se iba produciendo en mi interior, y solo atinaba a que esa inquietud, pasado el rato, se atenuara. Pero nada fue lo mismo. Algo se había instalado en mí para quedarse.

Por Alejandro Fontenla