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HOMENAJE A QUINO - Por Walter Szumilo

Viñeta en rectángulo horizontal. De izquierda a derecha se multiplican garabatos que recorren piso y paredes, en estas últimas hasta una línea imaginaria sesenta centímetros paralelos al suelo. Los dibujos van del hall al pasillo, recorren una habitación y se proyectan sin interrupciones hacia otros ambientes de la casa. Se parecen a un gato, una casa con chimenea, un árbol, un avión, un zapato, un elefante, un señor, otro auto con el caño de escape humeante, animales de especies inciertas, un pez largo, un soldado y un tanque de guerra, una gallina, tal vez un perro. En el extremo derecho, en su media lengua, Guille se pregunta -y le pregunta a su mamá, la de Mafalda- si no es increíble todo lo que puede tener adentro un lápiz. Redondo. Genial.

Casi ciento cincuenta palabras que no dicen mucho, en la tira de Quino -el mendocino Joaquín Salvador Lavado- lo dicen todo. Se trata del arte de la síntesis, de la agudeza con que un orfebre moldea una miniatura. Bastan en este caso algunos trazos y un breve texto, en otros sólo lo primero es suficiente.

Repetida por décadas, esa jugada maestra, la de la economía de recursos para decir mucho con poco, imprime una radio- grafía de la clase media argentina de los setenta. Ampliando la perspectiva, explica lo que los argentinos fuimos, lo que podríamos haber sido, lo que quisimos ser, lo que no fuimos y lo que añoramos de todo eso.

Y si bien nos queda grande creernos el ombligo del mundo, deja un gustito dulce que las pinceladas de uno de los nuestros convide a la reflexión respecto de grandes temas universales: desigualdades, injusticias, contradicciones, causas nobles, comportamientos infames, la belleza de lo cotidiano, la esperanza.

Unos pocos centímetros de humor gráfico revelan lo que voluminosos tratados pretenderán explicar sin éxito. Conectan además con la desfachatez inquisitoria de la niñez, los anhelos de una juventud progresista y las frustraciones adultas por las ilusiones que se esfumaron. Afortunadamente, además de agudo, Quino fue prolífico. Te das una panzada y siempre algo queda; das vuelta la última página de uno de sus libros y sabés que esperan otros; buscás más allá de Mafalda y efectivamente hay más.

Claro que ella y su troupe -mamá, papá, hermanito, Felipe, Manolito, Susanita, Miguelito y Libertad- son Quino por antonomasia. Y a la vez que la cédula de identidad del creador, son signo de toda una genera- ción y sus arrabales, en lote compartido con el colectivo, el dulce de leche, la birome, el asado y las huellas dactilares.

Aquella niña contestataria y reflexiva emergió del lápiz en 1962, para una nunca consumada campaña publicitaria de “Mansfield”, marca de electrodomésticos de Siam Di Tella. Su nombre remite al de una bebé que aparecía en “Dar la Cara” y su bautismo en la prensa data de 1964, cuando apareció en Primera Plana, para enseguida pasar a El Mundo y más tarde a Siete Días Ilustrados.

El año 1973 fue testigo de un epílogo. Quino dejó de dibujar a esos personajes en formato tira, para seguir creando historietas que quedarían compiladas en numerosos libros de Ediciones de la Flor, o resultarían publicadas en diarios y revistas de países de habla hispana.

A fines del reciente septiembre, la muerte golpeó a su puerta; tenía 88 y hacía algunos años que ya no dibujaba, efecto de limitaciones visuales. Antes de irse, cosechó el aprecio de un público numeroso y el respeto y cariño de una legión de pares, junto a la Orden Oficial de la Legión de Honor del gobierno francés y el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.

Enternece el hallazgo copernicano de Guille al certificar empíricamente que un pequeño cilindro de grafito encierra el universo. Bendito privilegio el de haber experimentado la epifanía mientras crecíamos, aquel lápiz rascando el papel, la risa mezclada con el llanto y el espejo en la contratapa del diario.

 

Por Walter Szumilo.

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