Corre el año sesenta y un pampeano graba en Bruselas su primer disco. Desde su nacimiento en 1940 se lo conocía como José Alberto García Gallo. Pero tras ser brevemente ‘Chiquito García’ en sus primeras actuaciones en San Rafael (Mendoza), era desde 1958 -en rol de vocalista de la orquesta de jazz San Francisco- Alberto Cortez.
Por Walter Szumilo
Corre el año sesenta y un pampeano graba en Bruselas su primer disco. Desde su nacimiento en 1940 se lo conocía como José Alberto García Gallo. Pero tras ser brevemente ‘Chiquito García’ en sus primeras actuaciones en San Rafael (Mendoza), era desde 1958 -en rol de vocalista de la orquesta de jazz San Francisco- Alberto Cortez.
Registrado por la Moonglow Records, aquel disco iniciático -belga, como la mujer de su vida- fue el primero de los más de cuarenta que llevarían la firma del ‘gran cantautor de las cosas simples’, con el don de hacer sublimes los avatares de lo cotidiano.
Ese 1960 en el que quedó varado en Alemania junto a la compañía de Hugo Díaz fue el mismo en que le transmitieron por teléfono que sus grabaciones en Bélgica lideraban los charts. Llegarían entonces los días de probar suerte en Canadá, Estados Unidos y Francia, para recalar definitivamente en Madrid en 1964 y comenzar a codearse con el éxito desde la segunda mitad de la década, sobre todo desde 1967, cuando su repertorio se pobló definitivamente de obras de una reconocida hondura poética.
Nunca tan patente pudo verse el designio por el que las aulas de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA cedían paso a los estudios de grabación y a los escenarios compartidos con su amigo Facundo Cabral, o con figuras de la talla de Estela Raval o Mercedes Sosa. Una carrera que, en definitiva, le depararía varios discos de oro, dos premios Konex, un Grammy latino y una multitud de satisfacciones.
Pese a la dimensión que ya había cobrado su figura, el reconocimiento en la patria le fue esquivo por años. De vuelta tras una década de ausencia no pudo gozar del favor del público y se propuso no repetir la frustrante experiencia. Sin embargo, en 1975 sus discos ingresarían con éxito al mercado argentino, en simultáneo con el furor por una propaganda televisiva del vino “Carlón” de Casa de Troya que lo tenía como protagonista. En 1978, tras rechazar varias invitaciones, sería aclamado por el público en el festival de Cosquín y en 1992, en algo así como el desagravio que le reservaba el destino, fue el primer artista popular en presentarse como solista en el Teatro Colón de Buenos Aires, espacio hasta ahí reservado exclusivamente a la música académica.
Ya entregado a una vida de gira permanente por diferentes puntos de Latinoamérica, España y Estados Unidos, sería declarado en 2011 -en un encuentro celebrado en el Teatro Coliseo Podestá- Huésped de Honor de honor de la ciudad de La Plata.
Pero el acto definitivamente reivindicatorio había tenido lugar en 2007, cuando se lo declaró Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires. A Daniel Rabinovich de Les Luthiers -probable integrante de la comitiva que también le dio la bienvenida al cielo el último 4 de abril- se le asignó en aquella oportunidad la responsabilidad de trazar un perfil.
Supimos así un poco más de aquel ‘gigante bueno’, tierno, cálido, sonriente y afable; de su condición de hombre polifacético y culto de sobremesas encantadoras; de su casa de puertas siempre abiertas a los artistas; de los cuadros, libros, artesanías y discos de un hogar con un jardín bello y una cava única a la que por precepto sólo se ingresaba en buena compañía.
Aunque ya no resultara un secreto, el discurso reparó también en la imponente presencia del cantautor en escena, en su calidad vocal y en la profunda conexión que era capaz de entablar con el público.
De esa dimensión artística ya había hablado de sobra su voz caudalosa en aquellos versos tiernos que escribió por la partida de un fiel compañero (Era un callejero con el sol a cuestas / fiel a su destino y a su parecer / sin tener horario para hacer la siesta / ni rendirle cuentas al amanecer) o en esos otros dedicados a la locura redentora (En los demás, al verlo tan dichoso / cundió la alarma, se dictaron normas / ‘No vaya a ser que fuera contagioso’... / tratar de ser feliz de aquella forma).
En páginas igual de inolvidables quedará aquel desafío al porvenir (Cada golpe de suerte empezaré a medir a partir de mañana. / De mi viaje de ida empezaré a volver a partir de mañana. / La mitad de muerte empezaré a morir a partir de mañana. / La mitad de mi vida empezaré a vivir a partir de mañana) y la capitulación ante los inefables amores eternos(Como el primer día de un sentir primero / Como el alfarero de mi fantasía. / Con la algarabía de un tamborilero / y el gemir austero de una letanía. / Como el primer día te sigo queriendo).